martes, 28 de enero de 2014

Terror reverencial

Los perros, que Dios sabrá cómo lo hicieron, pasaron corriendo junto a mi coche, con las correas cortadas a mordiscos y las lenguas a ras de suelo, hasta que les perdí de vista por el retrovisor. La casa estaba quieta y callada, y como en las películas viejas sin color las ventanas, animadas por el viento, se abrían y se cerraban a la manera de los párpados cansados y a la vez siniestros; la puerta de madera, que un día había sido noble, crujió como un anticipo de lo que estaba por venir. Nadie estaba allí para recibirme y ofrecerme calmar la sed y la punzada de inquietud, así que llamé a mamá, pero se quedó en eso, en un llamamiento vacío a nadie. Hice lo mismo con los chicos; tampoco hubo respuesta, más allá de un tímido y apenas audible rumor escaleras arriba. Lo seguí como se sigue un hilo finísimo que pende en mitad del aire, sin extremos conocidos. Al final, las suelas de mis botas no cubrieron del todo lo que se adivinaba ya como un sollozo, y me aferré al trazo grueso que me llevó hasta mi vieja habitación. De la puerta entrecerrada, de la finísima franja que partía dos visiones distintas de la vida, me llegó primero la mirada aterrada de mi madre que, encogida entre la cajonera y el armario, acogía bajo sus temblorosas  alas a los chicos, que debían de estar muy, muy lejos para no haberme sentido llegar. A su alrededor, como en una ofrenda macabra, todo estaba roto, tirado, hecho pedazos y cristal intimidatorio. Busqué, con los ojos, una explicación, y llegó finalmente de la boca de mamá. “Ha venido, ha estado aquí”, dijo, con voz pastosa y empantanada de saliva. Y yo, que ya había comido muchas veces el plato de aquel miedo y conocía, no ya solo el sabor, sino la detallada lista de ingredientes, me dije que no podía ser, que era imposible, que había distancia insalvable. El sonido de otro cristal roto se escuchó abajo, en el salón. Les dejé allí, desamparados por el miedo, y corrí, o no, más bien volé por las escaleras o me dejé caer, desandando todos mis pasos, rompiendo el finísimo hilo de tan brusco funambulismo. Más fractura y más ira en el salón conducían, con el inconfundible camino de vidrios rotos, al retrato del que tomábamos por nuestro afortunadamente difunto padre, y que desde su apropiada muerte descansaba en un rincón de una vitrina. La fotografía, que, pese a nuestras protestas y pesadillas amoratadas, mamá nunca quiso quitar por alguna extraña y masoquista idea de respeto y buena apariencia, me miraba fijamente con la severidad habitual, pero hoy aún juro y prometo con los puños apretados algún toque más de victoriosa malicia en sus ojos. El cristal estaba roto. Un agujero lo abría por el centro, como si algo hubiera salido del interior.

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