Los perros, que
Dios sabrá cómo lo hicieron, pasaron corriendo junto a mi coche, con las
correas cortadas a mordiscos y las lenguas a ras de suelo, hasta que les perdí de
vista por el retrovisor. La casa estaba quieta y callada, y como en las
películas viejas sin color las ventanas, animadas por el viento, se abrían y se
cerraban a la manera de los párpados cansados y a la vez siniestros; la puerta
de madera, que un día había sido noble, crujió como un anticipo de lo que
estaba por venir. Nadie estaba allí para recibirme y ofrecerme calmar la sed y
la punzada de inquietud, así que llamé a mamá, pero se quedó en eso, en un
llamamiento vacío a nadie. Hice lo mismo con los chicos; tampoco hubo respuesta,
más allá de un tímido y apenas audible rumor escaleras arriba. Lo seguí como se
sigue un hilo finísimo que pende en mitad del aire, sin extremos conocidos. Al
final, las suelas de mis botas no cubrieron del todo lo que se adivinaba ya
como un sollozo, y me aferré al trazo grueso que me llevó hasta mi vieja habitación.
De la puerta entrecerrada, de la finísima franja que partía dos visiones
distintas de la vida, me llegó primero la mirada aterrada de mi madre que,
encogida entre la cajonera y el armario, acogía bajo sus temblorosas alas a los chicos, que debían de estar muy,
muy lejos para no haberme sentido llegar. A su alrededor, como en una ofrenda
macabra, todo estaba roto, tirado, hecho pedazos y cristal intimidatorio.
Busqué, con los ojos, una explicación, y llegó finalmente de la boca de mamá.
“Ha venido, ha estado aquí”, dijo, con voz pastosa y empantanada de saliva. Y
yo, que ya había comido muchas veces el plato de aquel miedo y conocía, no ya
solo el sabor, sino la detallada lista de ingredientes, me dije que no podía
ser, que era imposible, que había distancia
insalvable. El sonido de otro cristal roto se escuchó abajo, en el salón.
Les dejé allí, desamparados por el miedo, y corrí, o no, más bien volé por las
escaleras o me dejé caer, desandando todos mis pasos, rompiendo el finísimo
hilo de tan brusco funambulismo. Más fractura y más ira en el salón conducían,
con el inconfundible camino de vidrios rotos, al retrato del que tomábamos por
nuestro afortunadamente difunto padre, y que desde su apropiada muerte
descansaba en un rincón de una vitrina. La fotografía, que, pese a nuestras
protestas y pesadillas amoratadas, mamá nunca quiso quitar por alguna extraña y
masoquista idea de respeto y buena apariencia, me miraba fijamente con la
severidad habitual, pero hoy aún juro y prometo con los puños apretados algún
toque más de victoriosa malicia en sus ojos. El cristal estaba roto. Un agujero
lo abría por el centro, como si algo hubiera salido del interior.
martes, 28 de enero de 2014
sábado, 25 de enero de 2014
Churchills (5)
«Prometo sangre, sudor y lágrimas. Pero todo
extranjero; que nadie se alarme».
Winston
Churchill.
jueves, 23 de enero de 2014
Intrahistoria (XXII): 26% de paro
Afortunadamente, eso son solo mis piernas. Una parte
pequeña y miserable de mí. Una parte a la que todos llaman prescindible. Por
supuesto, no puedo levantarme, porque están atrofiadas. Mis rodillas ya no
sirven para nada. Apenas me puedo mover. Soy un mutilado. Soy una mutilada. Y
eso es lo que querían. Es lo que siempre quisieron. Pero un día, cuando ese
porcentaje llegue a la garganta y se pudra también, ya no podré respirar. Y
entonces nada habrá importado.
martes, 21 de enero de 2014
Churchills (4)
«Alan Turing también fue un deficiente. Nuestro
deficiente héroe nacional».
Winston
Churchill.
domingo, 19 de enero de 2014
Intrahistoria (XXI): La homosexualidad como deficiencia
Desesperado por el alarmante e imparable avance de la sodomía entre las filas de su
piadosa congregación, el párroco, luego de las debidas oraciones y ruegos, coqueteó
con un argumento final y contundente que acabó esgrimiendo durante la última
misa, y tomando fuerzas del vino, a la postre también la sangre del Salvador,
exhortó a la multitud de beatas y de temerosos del Creador a que abrieran bien
la mente ante las divinas advertencias.
«¿Acaso Oscar Wilde podía arrojar fuego y azufre?»,
preguntó con vehemencia, para desterrar a los falsos ídolos. Y mientras el
rebaño aún debatía la respuesta en sus fueros internos, el párroco terminó de
dar la lanzada, no fuera que aún se descarriara alguien.
«Nuestro Dios (vuestro también, hijos míos) sí»,
concluyó. «Podemos decir entonces que hablamos en el nombre de una autoridad
superior.
Alabado sea».
jueves, 16 de enero de 2014
martes, 14 de enero de 2014
Intrahistoria (XX): Protestas en Gamonal
fuego.
(Del lat.
focus).
1. m. Poder revocatorio del voto cuando éste se ha
vuelto inservible mediante grave acción u omisión del gobernante que dispuso de
él.
2. m. Sinestesia definitiva a través de la cual un
pueblo espera ver atendidas sus demandas.
3. m. Instrumento mediador entre el hartazgo y el
resultado.
~ callejero.
1. m. Terror del déspota.
lunes, 13 de enero de 2014
Churchills (2)
«No me ha quedado claro. ¿Es estrictamente necesario
condecorar a los hindúes?».
Winston
Churchill.
sábado, 11 de enero de 2014
Ceguera
Siempre que estaba usted cerca el Sol brillaba mucho
más fuerte que de costumbre. Por eso las memorias que compartimos los dos y los
recuerdos que usted con frecuencia tanto gusta de visitar me resultan
deslumbrantes e imposibles de mirar.
Así que me cegó la memoria. Todas las memorias. Cada
recuerdo.
Brillaba usted, ¿sabe?
jueves, 9 de enero de 2014
Churchills (1)
«Los defraudadores fiscales del futuro se llamarán a sí mismos duques».
Winston
Churchill.
martes, 7 de enero de 2014
Intrahistoria (XIX): La imputación de la infanta Cristina
Apasionados de la lectura y especialmente de los
clásicos, se llamaban, cuando a mí no me resultaron más que sádicos retorcidos
y demagogos. Al fin y al cabo, dijeron para justificar por qué querían
desenterrar a Rubén Darío (que por fortuna duerme aún ajeno a tanta tontería
insana), queremos que el maestro sepa por qué está triste la princesa.
Sonrieron mucho. Esos sofistas.
lunes, 6 de enero de 2014
A presión
El psiquiatra, principalmente, quiso saber por qué, e
insistió mucho en ello. Por qué retorcía los cuellos de sus víctimas de esa
manera o, más bien, por qué lo hacía tantas veces, con tantas vueltas y con
tanta saña.
Respondió con mucha sinceridad que no sabía o no
estaba seguro de saber, aunque comentó que solía venirle a la cabeza un
recuerdo infantil que, enterrado, había sobrevivido a la devastación que horas
de cultura televisiva habían provocado en su memoria. Que su padre, cuando era
solo un niño, le recordaba con bastante frecuencia que cerrara con fuerza las
botellas de refrescos para que no perdieran el gas.
miércoles, 1 de enero de 2014
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