sábado, 5 de enero de 2013

El frío que surgió del espía


Un par de maldiciones entre dientes y su adecuada respuesta en alemán precedieron a dos fogonazos susurrados. El inglés se llevó una mano al pecho cada vez más enrojecido y al poco, lo que duró una turbia mirada de desconcierto e impotencia, se desplomó sobre el duro pavimento de Berlín. Le siguió el cigarrillo encendido a medio consumir, que fue rodando hasta sus zapatos por delante de la sangre.
El humo escapaba lentamente por la boca del silenciador de la pistola de Otto Müntzer, y al bajarla dibujó un pequeño surco que apenas perduró algún tiempo en el aire frío de la noche. El inglés no había vuelto a moverse desde el último espasmo, pero Müntzer estaba avisado de antemano por la prudencia y el oficio, y tardó en acercarse. Cuando finalmente lo hizo crujió la escarcha del invierno bajo sus pies. La pistola aún apuntaba a la garganta del inglés cuando se agachó, pero no cabía duda de que la vida se le había escapado a borbotones por el pecho perforado. Müntzer se inclinó y trató de adivinar algún atisbo de respiración que justificara un último y piadoso disparo, pero el calor de la última respiración se había escapado hacía ya mucho. Solo llegaba frío de esa garganta, mucho frío; aire lento, pesado y gélido.
Desde luego, pensó Müntzer al sentirlo en su mejilla, qué tipo tan poco sentimental.

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